Habían pasado ya treinta años. Para un búho ese lapso de tiempo sería toda una vida, pero para Rodrigo fue tan solo un suspiro. Mientras veía como en su cabeza ya asomaban algunos cabellos de color blanco recordaba aquel día de junio de 2017. Todo sucedió muy rápido, sin dejar reaccionar prácticamente a nadie. El mundo se transformó de la noche a la mañana y el ser humano vivió cambios radicales como nunca experimentó en los miles de años en que con su inteligencia llevaba modificando el entorno terrestre.
“Por un puñado de votos” podría ser el nombre de una película. Pero en realidad fue la motivación que llevó a los políticos que en aquel momento dictaban los designios de su país a promulgar el “Acta de protección de las creencias”. En apariencia inofensiva, una vez que los grupos que ya llevaban tiempo aprovechando los vacíos en la legislación para sacar pingües beneficios con sus prácticas leyeron la letra pequeña se desató una “tormenta perfecta”.
Los primeros pasos fueron tímidos, pero tan pronto llegaron resultados, se propagó como la pólvora. Un líder sectario en una localidad sureña fue quien dio la señal de salida: ataviado con sus coloridos ropajes acudió a denunciar a aquellas personas que previamente habían intentado escapar a su influencia y llevarle ante la justicia. El juicio rápido decretó prisión inmediata para las que otrora fueron víctimas.
No tardaron en animarse los que decían curar con la energía de sus manos, tanto los que susurraban al oído palabras venidas del Este, como aquellos que acompañaban sus sesiones con música del Oeste. Como fichas de dominó varios científicos que habían “osado” anteriormente realizar estudios rigurosos sobre estas prácticas con resultados claros sobre la ineficacia de las mismas fueron expulsados de sus centros de trabajo y condenados al silencio de las nuevas prisiones que se construyeron.
Para evitar lo que las autoridades consideraban “ataques a las creencias” las cárceles que se levantaron para los nuevos reos los incomunicaban por completo, tanto entre ellos como con el exterior. Tampoco estaba permitido escribir. Lo que fuese por evitar la propagación de esos supuestos ataques.
La alegría llegó también a algunos barrios industriales, donde “el acta” fue celebrada con champagne y fuegos artificiales. Y es que los fabricantes de “la medicina vacía” (como era conocida popularmente la producida por estos magnates) encontraron al fin la forma de replicar y condenar a aquellos que desde la ciencia la describían como la nada farmacológica. También dieron con sus huesos en las cárceles, no sin antes luchar hasta la extenuación con el arma que mejor manejaban: la razón.
Esta sucesión de encarcelamientos sumada al lógico temor de los más diversos colectivos que previamente a la promulgación de “el acta” provocó la paralización de la investigación científica. A nivel del país estaba cantado. Con lo que nadie contaba era con que en un primer momento a nivel continental y más tarde a escala global “el acta” fuese a tener leyes homólogas. Aprovechando la tranquilidad veraniega los populistas gobernantes prepararon las sibilinas normas de convivencia que sumirían al mundo en el mayor periodo de oscuridad vivido desde que se dejase atrás la Edad Media.
Aunque también fue importante en otros ámbitos, el de la salud fue sin duda el más afectado. De repente aquellos que acudían a las consultas médicas oficiales eran mirados con desprecio y no tardaron en pasar de abuchearlos a agredirlos. Lo “normal” era creer en una sanación “natural” de todas las enfermedades. La consecuencia directa no se hizo esperar mucho: tan solo cinco años después, en 2022, la esperanza de vida había caído en picado. Los partos “naturales” habían condenado a millones de bebés a una vida exigua.
Un simple catarro terminaba, casi siempre, en algo peor. Una apendicitis era sentencia a una muerte segura. Las morgues no daban a basto y, aunque contravenía ciertas creencias, hubo que hacer una excepción forzosa y obligar a la incineración de todos los cadáveres.
Treinta años. Un suspiro. Una eternidad. La población se redujo a niveles del Medievo, con apenas 650 millones de habitantes. La economía se redujo proporcionalmente, y vivir en 2047 era un mero acto de supervivencia. Tres años antes llegó la abolición de la última ley basada en “el acta”, no sin que el planeta sufriera un conflicto a escala global entre defensores fundamentalistas de estas leyes y aquellos que desde el mínimo sentido común trataban de que se retornase a la razón.
El conflicto terminó por agotamiento, y contribuyó a mermar aún más las escasas fuerzas de lo que quedaba de humanidad. Ahora, tres años después, Rodrigo miraba por la ventana con esperanza. El ser humano había escapado de otras crisis mayores, no escritas, y confiaba en que la inteligencia y la capacidad de adaptación les llevase a un futuro mejor. Un futuro para el hijo recién nacido que sostenía en sus brazos y que, gracias a los rescatados vestigios de la ciencia que tiempo atrás llevó a una civilización a florecer, estaba sano, igual que su madre.
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